Trabajo voluntario, entusiasmo obligatorio
Cómo el ideal del ‘hombre nuevo’ terminó convertido en un rito vacío que los cubanos transformaron en humor y resistencia.
De niño, en España, en los campamentos del Movimiento Scout Católico, recuerdo que también había algo llamado trabajo voluntario. Se realizaba los sábados y consistía en cumplir tareas que, aunque se presentaban como espontáneas, en realidad eran asignadas de antemano. Todo debía hacerse “por voluntad propia”, pero bajo la mirada de los jefes –llamados de manada, por alusión al Libro de la selva, referente del movimiento scout–.
Los rituales de la utopía socialista, calcados del modelo soviético, se toparon en el Caribe con un obstáculo imposible de superar: la idiosincrasia criolla, hispánica, cervantina.
Aquel proyecto de formación moral también tuvo su sesgo de clase: pretendía proletarizar a los restos de la burguesía, disciplinar al profesional y domesticar al campesino, tan aferrado a su tierra como los kulaks a la suya, cuando Lenin quiso volverlos ejemplo. Pero el hombre nuevo que soñaban terminó queriendo ser extranjero –y muchos lo fueron–, o llegó a viejo sin serlo.
En cierto modo, el sistema de pioneros con pañoleta roja –copiado de la URSS y de países como Rumanía o la Alemania Oriental– recordaba al movimiento scout, aunque bajo otra bandera y otro credo: el de la revolución.
Pero el resultado fue otro. Los rituales de la utopía socialista, calcados del modelo soviético, se toparon en el Caribe con un obstáculo imposible de superar: la idiosincrasia criolla, hispánica, cervantina.
El espíritu del trópico no encajaba con los desfiles, los uniformes ni con la solemnidad doctrinaria. Donde el comunismo pedía fervor y disciplina, el cubano respondía con un cuento –un chiste, diríamos en España–. Donde se exigía heroísmo, nacía la burla.
El humor popular y la resistencia pasiva se disfrazaron en Cuba de “participación revolucionaria”. El trabajo voluntario se transformó así en una misa laica en la que los fieles fingían devoción mientras choteaban en silencio.
Jorge Mañach lo había descrito con precisión décadas antes, al definir el choteo como “una burla de toda forma no imperativa de autoridad”. Un arte de no tomar nada en serio. En lo hispánico peninsular acaso tenga un pariente cercano: la guasa gaditana, esa ironía cantarina y corrosiva que –como el choteo– desarma la solemnidad con una sonrisa, sobre todo en su forma más popular y festiva: el carnaval, con sus chirigotas y cuplés satíricos.
Aquel proyecto de formación moral también tuvo su sesgo de clase: pretendía proletarizar a los restos de la burguesía, disciplinar al profesional y domesticar al campesino, tan aferrado a su tierra como los kulaks a la suya, cuando Lenin quiso volverlos ejemplo. Pero el hombre nuevo que soñaban terminó queriendo ser extranjero –y muchos lo fueron–, o llegó a viejo sin serlo.
En cierto modo, el sistema de pioneros con pañoleta roja –copiado de la URSS y de países como Rumanía o la Alemania Oriental– recordaba al movimiento scout, aunque bajo otra bandera y otro credo: el de la revolución.
Pero el resultado fue otro. Los rituales de la utopía socialista, calcados del modelo soviético, se toparon en el Caribe con un obstáculo imposible de superar: la idiosincrasia criolla, hispánica, cervantina.
El espíritu del trópico no encajaba con los desfiles, los uniformes ni con la solemnidad doctrinaria. Donde el comunismo pedía fervor y disciplina, el cubano respondía con un cuento –un chiste, diríamos en España–. Donde se exigía heroísmo, nacía la burla.
El humor popular y la resistencia pasiva se disfrazaron en Cuba de “participación revolucionaria”. El trabajo voluntario se transformó así en una misa laica en la que los fieles fingían devoción mientras choteaban en silencio.
Jorge Mañach lo había descrito con precisión décadas antes, al definir el choteo como “una burla de toda forma no imperativa de autoridad”. Un arte de no tomar nada en serio. En lo hispánico peninsular acaso tenga un pariente cercano: la guasa gaditana, esa ironía cantarina y corrosiva que –como el choteo– desarma la solemnidad con una sonrisa, sobre todo en su forma más popular y festiva: el carnaval, con sus chirigotas y cuplés satíricos.
El trabajo voluntario, pensado como una academia de conciencia socialista, acabó siendo una mascarada de apariencias.
En el fondo, el trabajo voluntario fue la apoteosis de ese conflicto entre obediencia y humor. Se trataba de una liturgia sin fe, un sacrificio obligatorio para demostrar pureza ideológica. Y el cubano, que no soporta la pompa inflada sin ponerle un apodo o una guasa, convirtió el ideal del hombre nuevo en un personaje tragicómico: un héroe de zafra con alma de pícaro del Siglo de Oro, devoto en la apariencia, pero maestro en el arte de escaquearse con ingenio.
Esa actitud, tan cubana, tiene raíces más hondas: hereda del espíritu hispano ese escepticismo burlón que atraviesa el Lazarillo y el Quijote, donde la risa no destruye, sino que relativiza el dogma. Cervantes ridiculizó los sueños caballerescos con el mismo ingenio con que el cubano parodiaba el fervor revolucionario: ambos hicieron del humor –y del sarcasmo– una forma de lucidez.
Cuando el ideal comunista viajó de las estepas rusas a las playas caribeñas, cambió de acento y de temperatura. Los desfiles se llenaron de música, las consignas se hicieron canciones y el colectivismo se volvió pretexto para el relajo, tan clásico y “evocador” en más de un sentido para los cubanos en la llamada escuela al campo.
El comunismo, al llegar a Cuba, se tropicalizó: adquirió ritmo, pero perdió gravedad. Y el trabajo voluntario, pensado como una academia de conciencia socialista, acabó siendo una mascarada de apariencias, en la que cada uno cumplía para no ser señalado, fingía para cumplir y se reía, por dentro, para no rendirse.
Quizás esa risa fue la más cubana de todas las formas de resistencia. No fue épica ni frontal, pero sí eficaz: una resistencia íntima, inteligente, sanchopancesca, frente a la pompa del poder.
Como decían en bonche –ya con resignada lucidez–, el trabajo voluntario “tiempla al carácter”, o aquella otra guasa, más cruel aún, de que como estímulo por participar te darían “un viaje por el centro” (léase, una patada en el fondillo). En esas frases mínimas se condensaba toda una filosofía: obedecer sin creer, y reírse sin dejar de sobrevivir. El trabajo voluntario, en definitiva, no creó al hombre nuevo: lo que formó fue al choteador vanguardia nacional, capaz de fingir entusiasmo mientras se burlaba, en silencio, de la solemnidad que lo oprimía.
El humor ha sido, para los cubanos, su manual de resistencia frente al amargo trago que el cantinero de la historia patria les sirvió… y que ella misma no absolverá.
Agradecimiento
Quiero agradecer a Jorge Mayor Ríos sus valiosas aportaciones, comentarios y sugerencias a este texto, fruto de largas conversaciones que, a lo largo de los años, me ayudaron a comprender mejor la compleja historia contemporánea de la Cuba revolucionaria y las peculiaridades del alma cubana. Fue también él quien me puso por primera vez en las manos la lectura de Jorge Mañach, punto de partida de muchas de las ideas que aquí se desarrollan.
Por: José A. Adrián Torres
Publicado en 14ymedio.com

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