No estás muerto hasta que estás caliente y muerto.
20 de mayo de 1999, norte de Noruega. Anna Bågenholm tenía 29 años y estudiaba medicina. Ese día, con dos amigos, se había aventurado en las últimas nieves de primavera cerca de Narvik, para un último descenso. Reían, disfrutaban del aire limpio, del silencio del paisaje. Pero me bastó un momento. Una placa de hielo. Una curva mal calculada. Y Anna resbaló, terminando de cabeza en un torrente helado. El hielo se cerró sobre ella. Atrapada. Bajo el agua. Sus amigos intentaron alcanzarla, pero la corriente la había arrastrado más abajo, bajo el hielo compacto. Anna estaba consciente. Durante larguísimos minutos había buscado una salida, golpeando el hielo, conteniendo la respiración. Luego había encontrado un diminuto bolsillo de aire, un espacio frágil entre el hielo y el agua, y allí había seguido respirando. En la oscuridad. En las garras del frío. Aferrada a piedras afiladas, con el rostro vuelto hacia el único punto donde aún era posible respirar. Durante cuarenta minutos había res...